Hay quienes son capaces de enrostrarle al primo lo mucho que lo desprecian en medio de una animada celebración familiar, sin venir a cuento.
Son los mismos que, acodados a la barra del bar, le dicen de pronto a otro parroquiano lo poco que les gusta su cara.
Se trata de gente difícil.
Quien suelta lo que se le pasa por la cabeza sin aplicar filtro siembra conflictos y acaba a las piñas con la mitad del género humano.
En cierta medida, la civilización se sostiene en ese hiato entre pensamiento y palabra donde encallan el comentario cruel o la ofensa apresurada.
La madurez llega cuando dominamos el impulso adolescente de soltarlo todo en un dudoso homenaje a la autenticidad.
Lo más sabio, a veces, es callar.
Sobre todo en ámbitos como la política, donde abundan los que piensan una cosa y dicen otra, o la diplomacia, donde se cultiva el arte de decir lo que ofende como si fuera un cumplido.
Por eso, cuando Javier Milei toma el micrófono en un foro internacional o en una entrevista asistimos al espectáculo de un elefante que entra en un bazar.
En este caso, además, se trata de un ejemplar que va directo hacia la estantería para provocar el estruendo de la vajilla contra el piso..